ÉTER
Su vida habíase terminado aquella vez que se separaron. Él la miraba tristemente y ella lloraba con una amargura que él jamás había esperado ver. Él la quería, pero evitaba mostrarle que estaba dolido. Sus labios se curvaban casi con desdén, sin vislumbrar esa sensibilidad que tenía escondida muy dentro de él. Sus ojos, entre una tonalidad almendra y café, la miraban con desilusión y ella, aferrándose a sus brazos, no dejaba de decirle que lo amaba. Era la primera vez que lo hacía. Jamás le había dicho que lo amaba. Pero si él a ella. Ella se había limitado a amarlo en secreto. Sólo ella y Dios sabían de eso. Ni siquiera sus padres conocían de este hecho. Él debía ser su mejor secreto. Fuera por orgullo o vergüenza, sus labios jamás debían anunciar que tenían algo en común. Él le rogaba día a día que esto se hiciera público, que él no quería vivir más en un mundo secreto, pero ella se negaba. Conocía todos los pros y los contras. Hasta había hecho una lista de ellos. Estaba segura que lo amaba, pero al mismo tiempo no quería afirmarlo, es más, temía confesarlo sin querer alguna vez. Entonces su mente estaba en un continuo conflicto entre aceptar una verdad visible o negarla. Los corazones de ambos latían rápidamente cada vez que se veían. Él se sentía a gusto con ella, hasta había empezado a tolerar sus tontas ocurrencias. Ella podía ser muy infantil a veces, pero lo amaba en serio. Ella temía decirlo, porque podrían separarse en cualquier momento por una tonta discusión, y ella quedaría como una chica de mal comportamiento. Al menos así lo pensaba ella, que por un tiempo había creído en un amor que durase toda la vida. En medio de tantos cambios mundiales, sus ideas heredadas del amor cortesano, contrastaban con una época en la que en lo menos en que se pensaba era en la estabilidad. Todos pretendían tener una apariencia y al otro día otra. Esa era la originalidad. Nada duraba, todo era efímero. Y, con un promedio de vida que en muchos países superaba los setenta y cinco años, gran parte de las vidas de las personas se tornaban en un sucio juego de apuestas, desafíos y extraños comportamientos. Nadie estaba seguro de que era lo que vendría. Tampoco le importaba mucho a la mayoría, pero a ella sí. Veía que todo se transformaba continuamente y eso alteraba su percepción de la realidad. Quería un mundo mejor para ambos, pero sus platónicas ideas se diluían como sal en el agua. Él la miraba desconcertado cuando ella le hacía propuestas utópicas de un futuro perfecto. Él también deseaba todo eso, pero sabía que no podía hacerse realidad. Ella luchaba contra sus propios fantasmas. Él contra sus deseos de dejarla. Lo había pensado hace tiempo, pero había hecho frente a esas ideas con el amor que sentían ambos. Pero ella no era capaz de decirle todo lo que hubiera querido decirle. Se lo demostraba de otras formas, y él la entendía. Hasta que en un momento dado, se cansó. Ella no podía besarlo en frente de otros, ni él podía abrazarla a ella sin que ésta estuviera mirando a su alrededor para ver si no había alguien conocido. Él creía que ella tenía vergüenza de que él fuera su novio. Pero en realidad, a ella le atemorizaba mostrar sus debilidades frente a los demás. Él era su debilidad y no quería que nadie lo supiera, ni que tampoco nadie se aprovechara de esa situación para hostigarla ni hacerle daño a él. El simple hecho de que pudieran arrebatarle de sus manos a su tesoro más preciado, la hacía tener todos los recaudos que fueran necesarios. Ojala pudieran vivir en un mundo sin peligros, donde los dos fueran felices sin importar lo que dijeran los demás. Ella temblaba cada vez que miraba sus ojos, pero no podía darle todo lo que hubiera deseado. Jamás una llamada, jamás un abrazo. Lo que más quería era lo que más le dolía. Sólo ella conocía esa sensación que él le provocaba. No podía estar sin él, pero cuando lo veía prefería que él desapareciese. Pareciera que con sus fuerzas no era suficiente para hacer frente a ese sentimiento y se escabullía en sus cosas, mientras él velaba por ella. Podían entenderse, pero a la vez había eternos miedos que nunca podrían contarse. El uno era el refugio del otro, pero a la vez su mayor dolor de cabeza. Ella se sentía a gusto con él, pero no podía vivir el amor que siempre había soñado, porque le atemorizaba dar su alma y que su relación muriera de manera imprevista. Si, las relaciones podían morir, tal como alguno de ellos podía hacerlo. Su mayor dolor no sería que él la abandonara, sino que él falleciera antes que ella, no pudiendo hacer que su amor durara por siempre. Y si, todo eso que ella había sentido por él quedaría en su corazón y haría “tum, tum” todo el tiempo, pero ella jamás podría detener ese sonido. Ese sonido siempre estaría allí recordándole que la vida era difícil y que lo que más amas dura menos que lo que odias. Y ahora, que se miraban los dos como si jamás se hubieran visto antes o como si se hubieran visto más de lo necesario, intentaban apartarse sin dañarse. Y no podían verse más a los ojos, porque sabían que eso los haría sentirse débiles y ninguno quería serlo frente al otro en esa situación. Ella lloraba, pero le prometía olvidarlo y él callaba. No tenía nada que decir. Ella quería hacerse un ovillo en sus manos, pero él no deseaba aceptarla porque tenía la idea de que nunca hay que declinar a nuestra intención principal. Ella le había escrito una carta que ahora llevaba en su cartera, pero no se la dio. Simplemente la guardaría para recordar aquel amor que fue. Se despidieron y sus vidas continuaron como antes de conocerse. Ella ahora tomaría el colectivo y volvería a su casa. No tendría que explicarles nada a sus padres. Ya no demoraría más de lo previsto. Él no tendría que hacer gastos extras. Ya todo se había terminado y ahora sus labios permanecerían secos hasta un nuevo amor. Ella también lo pensó así y aquella noche no durmió. Tan sólo cerró los ojos y el también hizo lo mismo. Sintió que de pronto todo era de color gris y esa capa etérea cubrió sus sueños sin que ellos pudieran notarlo, respirando apenas a la llegada del amanecer. Y sólo se percibía la delicadeza de la brisa que entraba por cada ventana y hacía que se movieran las cortinas de una manera grácil.
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